Un roce cercano puede dejar un legado mental duradero y puede informarnos sobre cómo funciona la mente en condiciones extremas.
Un joven Ernest Hemingway, gravemente herido por la explosión de un proyectil en un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial, escribió en una carta a su casa que “morir es algo muy simple. He mirado la muerte y realmente lo sé. Si hubiera muerto, habría sido muy fácil para mí. Es lo más fácil que he hecho jamás”.
Años más tarde, Hemingway adaptó su propia experiencia (la del alma que abandona el cuerpo, emprende el vuelo y luego regresa) para su famoso cuento “Las nieves del Kilimanjaro”, sobre un safari africano que salió desastrosamente mal. El protagonista, afectado por la gangrena, sabe que se está muriendo. De repente, su dolor desaparece y Compie, un piloto de montaña, llega para rescatarlo. Los dos despegan y vuelan juntos a través de una tormenta con una lluvia tan espesa que “parecía volar a través de una cascada” hasta que el avión emerge a la luz: ante ellos, “increíblemente blanca bajo el sol, estaba la cima cuadrada del Kilimanjaro. Y entonces supo que allí era adonde se dirigía”. La descripción abarca elementos de una experiencia cercana a la muerte clásica: la oscuridad, el cese del dolor, el emerger a la luz y luego un sentimiento de paz.